Todas las personas nos van a decepcionar. Mucho o poco, pero lo van a hacer. Creamos unas expectativas maravillosas dentro de nuestra mente. Y cuando te descuidás, ¡pimba! ya uniste las expectativas al cariño.
Como si fuéramos imbéciles nos olvidamos que, las expectativas, las crea la mente y el cariño el corazón. ¡El corazón y la mente no van juntos loco! Uno bombea y el otro manda electricidad. ¡Es como querer mandar agua por un cable!
La semana pasada me hicieron acordar a la vez que me descuidé, se me mezcló todo esto y me morí un tiempo.
Literalmente me preguntaron “¿Alguna vez te decepcionó la persona que pensaste que nunca iba a hacerlo?” No precisó ni preguntarme cómo me sentí, que reviví todo al instante, se me tensaron los músculos de los brazos y no podía abrir las manos.
Luego me preguntaron, si más bien me dolió o me enojó. Le respondí literal: “Sentí que caminaba con una daga clavada en el estómago. Pasé desde estados de ira hasta una depresión profunda, del llanto al enojo constante. A veces se sentía como que me estuvieran desgarrando el pecho vivo.” Ahora me doy cuenta de que me faltó contarle que a veces, me despertaba soñando que yo mismo, pero en tercera persona, me daba un hachazo en el pecho, o que cuando estaba peor, sentía como que un demonio, cagándose de risa, salía de la tierra y cuál Freddy Krueger me clavaba las garras ardiendo desde el estómago hasta el medio del pecho.
Pero ahora le presté más atención a la pregunta y me doy cuenta de que no existe. Sí, no existe. No puedo pensar que alguien nunca me va a decepcionar, lo que sí hago es querer que no me decepcione, se vuelve emocional en vez de racional, entonces confundo la decepción con traición. Y la metáfora más usada en el mundo para la traición es un puñal por la espalda. Y así es como se siente.
Esto da miedo. Que según el primer resultado que me tira google cuando busco la palabra miedo, este sería una “sensación de angustia provocada por la presencia de un peligro real o imaginario”. Y según Wikipedia, la angustia es una “sensación de opresión en el pecho o de falta de aire”.
Entonces viviendo en ese tornado de pensamientos, emociones y miedo, me convertí en un albañil y en un lavaplatos nuevo en un restaurante medio pelo, levantando muros de orgullo al pedo y haciéndole pagar los platos rotos a otras personas.
Pero no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista, ni que por bien no venga.
De dos formas superé ese miedo en mi corta vida. La primera fue darme cuenta de lo que me pasaba (que no es fácil, porque darse cuenta duele), y hacer algo para solucionarlo, ya sea renunciar a lo que me hacía mal o cambiar la rutina. Ahí pasé de albañil a demoledor y de lavaplatos a… bueh, se entendió… me encargué de pagar yo por los platos.
La otra forma no tuvo que ver conmigo, al menos no directamente. Ligué, en el momento no me di cuenta, pero qué suerte que tuve de que aparezca alguien incansable en mi vida. Me tocó que me rescaten, si a mí que siempre me creí que podía con todo. Hay personas incansables, que van por la vida demoliendo muros y pagando platos rotos con una sonrisa, insisten e insisten e insisten, no se van y siempre te están esperando ahí con esa sonrisa. No les importa que los ignores, que los desplantes, los lastimes o que te enojes con ellos hasta cuando te intentaron ayudar. Es como que le hayan pegado dos tiros al ego y al orgullo… Como si estuvieran ahí presentes con una mirada que habla más que ellos. Hasta que, cuando querés acordar, te están agarrando la mano, ayudando a levantarte del piso y ahí, a partir de ese instante, aquel miedo lo ves lejano y hasta ajeno.
La verdadera magia está en transformarse en estos incansables, está en ver que, cuanto más oscuro ves del otro lado, más birllás vos para iluminar, cuanto más difícil es romper un muro, más fuerzas tenés, cuanto más se alejan, más nos acercamos, cuanto más solos se sientan, más fuerte vamos a gritar acá estoy, cuanto más te putean, más les sonreímos, cuanto más nos hieren, más les decimos que no son ellos quienes nos hieren sino su propio dolor. Pero esto es acompañar, es estar, es mostrar una luz prendida en un sótano, es la valentía de sonreír a la adversidad y sobre todo es valorar las cicatrices propias. Ser incansable es estar un poco loco, es estar aquí y ahora, aunque sea para alguien que después elija irse.