Chau

Cuando la media brasilera me dijo que escriba sobre despedidas, fue como si me hubiera dado un palo para que yo mismo me golpee. Porque agarré el tema y lo primero que se me ocurrió hacer fue pasarlo por el filtro de mi personalidad para ver cómo podía deshilacharse.

Como un niño investigando un revólver cargado, fui escribiendo los nombres de todas las personas que me despedí en los últimos dos o tres años. Como cualquier revolver manejado por un niño muy curioso, como soy yo, se disparó. Se disparó justo cuando hacía la lista de nombres de las personas que nunca me despedí. Esos abrazos no dados que quedan trancados en la garganta fueron la bala, la pólvora y la explosión.

Una parte de mi arrancó a encorvarse y arrugarse como una pasa de uva, mientras pensamientos automáticos iban saliendo e hirviendo a borbotones, sin control, sacando como conclusión que al final no hay que encariñarse con nadie, porque eventualmente todos se van a ir de tu vida.

Cuando mi cabeza terminó de construir la idea fue que lo vi, por un instante. Ahí estaba mi ego, lo paré en seco. Y los pensamientos aleatorios frenaron. Lo miré a los ojos y tenía cara de ese viejo de mierda que vemos a veces en las paradas de ómnibus, esos viejos llenos de informativos y malos presagios, vestido con retazos de rencores con olor a humedad.

Ahora empecé a pensar por mí mismo y no random. Noté cómo mi mirada se prendía, se me ponen los ojos como diferentes. Quienes me han visto así me dijeron que esa mirada cohibe un poco. Entonces, en un ataque de hipertimesia me puse a buscar recuerdos de las personas de las dos listas. Me di cuenta que tengo lindos recuerdos con todos, esos son los que elijo tirar pa adentro de mi mochila de momentos y seguir viviendo.

Entonces el viejo, ahora un poco menos encorvado, se empieza a desarrugar. Se le ponen los ojos vidriosos como esos viejitos que encontrás en un parque saliendo a jugar con su nieto, esos que siempre tienen una sonrisa y van silbando una canción al viento. Sin dejar de sonreír me devolvió la mirada intensa y me dijo: – Al final hay que querer lo más posible a todos, porque eventualmente se van a ir de tu vida.

Ahí recordé algo que leí hace años sobre la palabra chau. Al principio fue usada queriendo decir algo así como “estoy para servirle” y luego para saludar tanto al llegar como al irse. Así que chau. Chau y gracias a todos los que están llegando o saliendo, mientras siga vivo, vuelvan cuando quieran.

 

El Coleccionista de Coincidencias.

Después de haber recibido un Hacha al Pecho estuvo un par de años vagando zombi, viviendo por inercia, como dormido. Hasta que un día se le dio por Viajar.

Al volver, bajó del avión y sintió que estaba vivo de nuevo. Había algo distinto alrededor. Fue como si después de mucho tiempo de estar con la nariz tapada, pudiera al fin respirar con ambas narinas totalmente despejadas.

Sin darse cuenta del todo, se metió en el mismo miedo del que tanto había estado corriendo. Un día, después de un abrazo por la espalda lo frenaron en seco. Le pegaron en cada una de sus inseguridades, pero él ya se había prometido curarse. Fue demoliendo esas inseguridades cual muros a cabezazos una a una, hasta que abrió la puerta de su cuarto, dejó que el viento abriera de golpe la ventana, que rompiera el espejo, para así poder ver más allá de su reflejo. A partir de ahí dejó de buscar fuera de sí mismo lo que tenía que salir de dentro.

Al grito de “¡sacamela tres cuartos Universo!” terminó de limpiar esa resaca del zombi anterior al viaje, que no se quería ir del todo. Y, el Universo, riéndose de la ocurrencia, en un Instante le dio a tomar un té extraño, como hecho de Magia para que su corazón tome el timón del ser y pueda decir “Renuncio a no ser quien quiero ser”.

Ahora siguiendo su camino, con la mente como aliada, el ego apaciguado y un poco más domesticado. Aprendió que los caminos no mienten y que, por suerte, no se puede escapar de uno mismo.

Ya con esa sensación de estar todo lo vivo posible de nuevo, camina con un manojo de coincidencias diatónicas en sus manos, su corazón va con la sinceridad que nadie le pidió, buscando dentro de sí mismo su propia arquitectura de la paz. Dejando que sean sus ojos los guías y siendo ahora, después de ya demasiado tiempo, además de un apasionado de estar vivo, un romántico enamorado de la vida.