Prohibido Pisar el Césped

Nos despertamos como todos los días, pero en otra ciudad. El cielo estaba gris y cada tanto lloviznaba. Salí a la calle y me mojé. No mucho ni poco, digamos que un término medio. Lo ideal como para que incomode pero no suficiente para que sea molesto. Las casas y las veredas de esta ciudad estaban pintadas de forma perfecta, colores claros de acuerdo a un diseño específico. Todo creado a medida por las personas más felices del mundo.

Esperamos lo que la pantalla decía que iba a demorar el ómnibus en llegar. Al subir me di cuenta de que la cantidad de asientos era la perfecta para esta hora, sobraban los justos como para que se sienta que nadie va apretado. Como afuera llovía, los vidrios estaban empañados. Todos en el ómnibus hablaban en voz baja, excepto por tres personas que no eran del lugar. Ellos tenían brillo en los ojos y hablaban haciéndose escuchar, pero sin gritar.

Bajamos en el centro y todos los lugares parecían hechos para estar en ese lugar del planeta, todo era útil y bien diseñado. Hoteles grandes pero no ostentosos. Torres perfectas pero no gigantes. Preciosos balcones que sobresalen de las casas, pero no llegaban a tapar la lluvia de quien va caminando por la vereda.

Al cruzar la calle con luz roja del semáforo la gente nos miraban juzgándonos. Una de las sociedades en teoría mas felices del planeta no sonreían ante una pareja que cruzaba corriendo de la mano un semáforo en rojo de una calle inofensiva, los juzgaban. Pude ver que dos chicas turistas se reían y le brillaban los ojos cuando me veían levantar a Laura en mis brazos para tirarla sobre el césped que tenía un cartel de prohibido pisar. Solo turistas se regocijaban de lo que una pareja joven hacía para divertirse en frente a un castillo precioso rodeado por un estanque lleno de peces.

Un día de mucha lluvia encontramos cobijo en un café que sin saberlo nos albergó toda una tarde. Lo atendían dos hermanas de tez oscura y de sonrisa hermosa que nos hicieron sentir como en casa ni bien llegamos, ellas aparentemente no eran de esa ciudad, era un café distinto, lejos de todo. Había un señor tomando un cortado con una cámara arriba de la mesa, que luego de una hora supe que estaba esperando a dos amigos también veteranos.

Laura y yo jugamos a las cartas y ella me enseñó a jugar un juego que se juega a “cartas vistas”. Me tuvo muy concentrado porque no me gusta demorar en aprender algo nuevo, y sobre todo porque no me gusta perder. Siempre intento disimularlo porque el ser competitivo es un rasgo de mi mismo que no me termina de gustar. Yo estaba tenso porque quería aprender lo más rápido posible. Así se nos fue la tarde, a mi me gustó la metáfora de que una pareja juega un juego de cartas con las cartas sobre la mesa, como quien se dice todo y es sincero con todos los palos de la baraja con su pareja, pero recién recordé eso hoy, ya más de tres semanas después.

Al otro día anduvimos un poco más por la ciudad luego de desayunar y de que ella se caiga de culo en el barro. Nunca disfruté tanto de limpiarle barro a nadie, y tampoco nunca vi a alguien que se tomara con tanto humor haberse cagado el único pantalón que había llevado al viaje de tres días y dos noches. A pesar de que fue un día normal, yo me quería ir y no sabía bien por qué. Si hubiera podido habría adelantado el horario del ómnibus de la vuelta. Había algo que me hacia sentir incomodo en esa ciudad.

Hoy ya casi un mes después, pronto para hacer un ejercicio donde Sofía me da una premisa y yo tengo que sentar el culo en una silla y escribir lo que se me viene a la mente, como por arte de magia me acuerdo de esto. Ella me da la premisa: “un mundo sin amor”, y lo primero que se me vino a la mente fue Copenhague. Una ciudad con un diseño perfecto, hospedaje de una de las poblaciones que en teoría son de las más felices del mundo, pero que fue lo primero que a un Montevideano inquieto se le vino a la mente cuando alguien le mandó un mensaje de Whatsapp diciendo “Un mundo sin amor”.

Un instan-té.

Estaba tomando un té que sabía rarísimo. Estaba tratando de cumplir una promesa interna que me había hecho cuando alguien con lágrimas en los ojos una vez me había dicho: —Nunca dejes de escribir—.

Pero la verdad era que no sabía ni qué puta escribir. Revolvía con mi cuchara este té rarísimo mientras meditaba sobre el asunto. Lo único que sabía era que me sentía como atado. Como alguien que la vivía remando, que estaba cansado, pero seguía remando y siempre parecía que estaba en el medio exacto de un lago.

En ese instante me di cuenta de algo maravilloso. Ahí, mientras estaba tomando un té de un gusto medio atípico. Lo que comprendí en ese momento, me dejó desconcertado, me quedaron los ojos como el dos de oros. Los cuatro huevos duros que había hervido esa mañana y que ahora estaban en la heladera eran chiquititos al lado de cómo se me agrandó la mirada. Lo que me había dado cuenta era demasiado obvio para que solo yo lo hubiera “descubierto”.

Mientras tomaba ese té de sabor bastante singular yo sentía que la extrañaba. Pero tuve que dejar todo lo que estaba haciendo y sintiendo para ponerme a investigar. Tres carajos importaba lo mucho que la extrañara a pesar de que la veía todos los días. Aunque extrañar a alguien sea sentir como un vacío y que solo se extrañe a quien se quiere, yo me había dado cuenta de algo que sobrepasaba mi existencia.

Cuando la idea surgió en mi cabeza, estaba tratando de llenar ese vacío con un tecito anormal y pasatiempos boludos. Hasta casi que había dejado de escribir, lo cual es algo que me hace tener la mente, el corazón y los pies en el presente.

En el instante que me di cuenta de esto, dejé todo y me puse a googlear. Fui página tras página, buscando cuántos idiomas se hablan en el mundo. Solo seiscientas lenguas cuentan con más de cien mil personas que los hablan. En voz alta me repetí a mí mismo —Seiscientas lenguas, ¡qué lo parió!—.

Luego investigué si alguien más había tenido mi misma ocurrencia, ya que me extrañaba no haberlo visto nunca antes en mi vida. Pero no encontré nada que realmente tuviera una relación directa.

Entonces, mi mente que a veces piensa en español, inglés, portugués, alemán o francés, miró desconcertada a mi corazón y le preguntó: —¿Será posible que únicamente en el idioma castellano la traducción literal desde el inglés de “Weird tea” sea “Té extraño”? — mi corazón la miró, se rió y le devolvió la pregunta:— ¿No será que vos querés más demostrar que sos inteligente que decirle que la extrañas?— Y en ese instante, mi mente le devolvió el timón. Y yo pude terminar mi té.

Viajar

Viajar es exprimir las horas del día, es gastar todos los músculos hasta que no den más.

Hace años que quiero escribir sobre esto, pero es difícil no sentir que estoy escribiendo algo que alguien ya escribió, algo que otro ya sintió. Ni que esto alguna vez haya logrado detenerme…

De niño con mis padres, de vacaciones, viajábamos en verano unos trescientos kilómetros a la playa. Mi viejo iba a pescar todos los días, sin falta. Yo lo acompañaba a veces a él y otras iba con mi vieja y mis hermanos a la playa. Estrujábamos los días hasta la última gota de arena y sol. A la noche, a pesar de estar todos ya sin fuerza, no sé como, pero nos fabricábamos un resto de energía para hacer algún espectáculo con disfraces improvisados hasta finalmente apagarnos para prendernos al otro día.

Cuando viajamos, es como si estuviéramos más conscientes. Prestamos atención más allá de nuestra capacidad, nos quedan grabados hasta los detalles más diminutos, y hay sensaciones y recuerdos que no se van a desprender nunca.

De muy joven, viajé por amor. Hice tres mil kilómetros en mi auto solo por querer ver a alguien que amaba durante dos días y medio. Hay una diferencia enorme entre viajar a lugares y viajar a personas. Cuando viajas a personas no te queda en la retina un paisaje hermoso, un edificio demencial o un picaporte curioso. Recordás todo lo que hiciste con la persona a la que viajaste. Sí, todo. Desde el primer abrazo, hasta sacarse una foto a los pies en la plaza de un pueblo que no recuerdo ni el nombre. Es como que los recuerdos se vuelven sentimientos con imágenes, que cuando te acordás sentís todo otra vez.

Viajando estoy un poco más loco de lo normal, todo lo que sea aventura me imanta, se prende un fuego adentro mío que cambia todas las desgracias por oportunidades. Es como que me vuelvo inconscientemente mucho más vivo.

Hace ya como tres años viajé solo por primera vez. Fui a Alemania. Me perdí en Frankfurt, en Heidelberg y en Köln. Pero cuando digo que me perdí no es metáfora. Me perdí de verdad, caminé, tomé trenes y subtes para donde no era. Sin mapa ni internet en el celular. Me obligué a preguntar, a meterme en la ciudad de la forma más real posible, viví lo que los caminos turísticos marcados en los mapas no te muestran y siempre con un dejo de nerviosismo en la nuca. Ese nerviosismo grabó los recuerdos del viaje de una forma mucho más nítida.

Recuerdo el sentimiento de nerviosismo cuando casi no llego a tomar el último tren en Heidelberg, o cuando subió un inspector a un subte en Köln y le tuve que letrear, explicando por qué no tenía ticket correcto, ya que había tomado el subte para el otro lado. Hacía esas cosas de forma consciente y siempre con el mismo pensamiento en la cabeza: “¿qué carajo estás haciendo Gastón?” y siempre con la misma respuesta: “Estoy fabricando tremenda anécdota”. Lo mismo me pasó al colarme en una fiesta privada con un polaco y dos holandeses en Sao Paulo y cuando tomé un avión a Los Ángeles en vez de a San Francisco desde el aeropuerto de Panamá.

Los viajes son como mini vidas que las parimos al partir y se mueren al volver. Y a veces, ya de nuevo en la rutina, incluso las dejamos en coma unos días antes de que mueran del todo.

Hace unos meses viajé con un amigo diecisiete días por Perú, Bolivia y Chile solo con una mochila al hombro. Fue uno de los mejores viajes de mi vida, conocí personas maravillosas y vi lugares impresionantes, todos los días tenían más horas de las que podíamos soportar, pero las soportamos. Al volver a casa, tuve como una inercia del viaje, durante un par de semanas, me sentía todavía continuara viajando. Los días duraban mucho y descubría detalles nuevos en lo que veinte días atrás había sido mi rutina. Era como si los problemas del pasado o del futuro no existieran, como si la mente se enfocara solo en el momento presente.

Cuando viajo no me sale no ser el yo real, es como que no tengo esa armadura que todos tenemos levantada normalmente. Porque claro, la vida del viaje es muy corta como para ser quien no soy. Así mismo viajar se siente como ser una persona totalmente diferente a la del día a día. Cuando viajamos, desgastamos nuestra vida al palo. Hacemos mil cosas que realmente queremos hacer por día, porque somos conscientes que el viaje se va a terminar y si el viaje que termina, esa vida que nació al partir muere.

Cuando parimos la vida que se va a ir de viaje, vivimos solo el presente y esperamos lo mejor del futuro sin siquiera pensar en él. Abrazamos nuestras locuras con valor, dejándonos ser nosotros mismos. Vivimos únicamente le momento, porque en el fondo sabemos que esa vida se va a morir cuando volvamos.

Viajando vivimos conscientes de que nos vamos a morir. Viajando tenemos mucho Carpe Diem en sangre.

Yo, viajando dejo que mi corazón sea el timón y mi mente apenas una herramienta. Viajando vivo el aquí y ahora. Viajando, estoy hecho de momentos entrelazados entre sí segundo tras segundo, haciendo que la vida sea más larga cada vez. Viajando no tengo que esperar al viernes para poder estar contento. Viajando soy feliz hasta tomando un café horrible cagándome de frío bajo lluvia, pero en la rutina puedo tomar el café más rico del mundo que no me va a dar felicidad, con suerte me va a despertar un poco.

Viajando, estar vivo es la recompensa. Dejamos de ser el burro detrás de la zanahoria.

¿No deberíamos vivir así todos los días entonces? ¿Y si empezamos a tomar el vivir como un viaje? ¿No estaría bueno estar más presentes? El viaje se nos puede terminar en cualquier momento. A nosotros o a nuestros compañeros de viaje. Y ahí sí que se nos va a cagar la fruta. Ahí sí que nos vamos a tener que meter el pasado, el futuro, la vergüenza, el orgullo y el ego bien de canto en el orto.

Donde menos lo esperas…

Hoy vi un fiambre. Una lionesa para ser más preciso. Estaba caminando por el supermercado del barrio cuando la vi. Ella miraba para otro lado distraída pero yo podía verla claramente. De repente se cruzaron nuestras miradas y chan, tenía que comprar 100 gramos de esa fiambre.

Saqué número en la fiambrería y faltaban tan sólo siete números para que me atendieran. El fiambrero que atendió es la persona más lenta que he visto en toda mi puta vida. La ansiedad fue ganando terreno en mí, cuando la señora que tenía el siguiente número no dejaba de pedir tipos de fiambres diferentes. Mientras tanto, la lionesa y yo nos mirabamos a los ojos, no podíamos creer cómo el universo conspiraba para que demoremos tanto tiempo en juntarnos.

Mirándonos a los ojos nos juramos amor eterno y soñábamos con secuestrarnos y salir corriendo del supermercado sin pagar. Ir a vivir al extranjero donde nada ni nadie nos pudiera mantener alejados jamás. En eso la señora termina sus pedidos y ahora pasan a faltar tan solo 6 números. La lionesa y yo rezamos y le pedíamos al cosmos que el resto de los clientes pidan pocas cosas y que el fiambrero se apure en realizar los pedidos. Pero el universo estaba en otro lado esta tarde, simplemente no nos escuchaba.

El quinto cliente solo pidió 4 panchos sueltos, el tercero pidió 150 gramos de muzzarella, el segundo pidió 200 gramos de jamón y cuando solo quedaba una persona delante mío, la lionesa y yo nos imaginábamos ya besándonos como dos adolescentes en cumpleaños de quince, de esos que no sabes dónde empieza uno y termina el otro.

Finalmente el fiambrero dice en voz alta mi número, el 73, contento y enamorado le pido 100 gramos de lionesa. No podía esperar más, estaba ansioso y un poco nervioso. Cuando de repente la empieza a cortar en fetas. La estaba asesinando delante de mi vista y yo no podía hacer nada, por unos momentos había olvidado lo que le sucede a los fiambres, la había idealizado, había dejado que mis emociones nublaran mi juicio.

El fiambrero me la dio envuelta en nylon, ella estaba ya fría e inerte. Desde adentro de la vidriera, el resto de los fiambres me gritaban “asesino”, “si la amabas, por qué la mataste?”. Envuelto en la culpa corrí hacia la caja del supermercado a pagar por la fiambre y huir.

Pagué, no doné dos pesos para no me acuerdo qué cosa, la agarré a ella en la bolsa y cuando iba saliendo del local, ya triste, me di cuenta que me olvidé de comprar pan para hacerme el sánguche.

Qué palabra larga “Teletransportación”

Hay un gran filósofo contemporáneo que dice “el camino es la recompensa”. Cómo se nota que ese señor no sale de un boliche en invierno a las 6 de la mañana y tiene que emprender el camino hacia su casa en ómnibus… en ese momento te cagas en el camino y pagarías tu peso en oro por tener la capacidad de teletransportarte.

Esto es algo que a todo viajante nocturno se le ha ocurrido, y no contento solo con pensarlo, si está con alguien se lo comenta… Si está solo y lo comenta igual, tengo malas noticias para ese individuo, pero depende del estado etílico en sangre, si es elevado, no hay problema, puede comentar en voz alta todo lo que quiera, eso sí, ojo con las cunetas al caminar, están más cerca de lo que realmente se ven, lo digo desde la experiencia, las cunetas de este país son traicioneras, nada tiene que ver con el alcohol, son las cunetas mismas que están malditas y lo aspiran a uno cual agujero negro de película en el espacio exterior no explorado.

Volviendo al tema de la teletransportación, habilidad que sería maravillosa de tener, como para no tener que perder tiempo viajando de un lado para otro como hormigas en un hormiguero, o en cualquier lado, total las hormigas andan parriba y pabajo todo el día en todos lados… Pero tratando de no irme por las ramas (donde también hay hormigas), sigamos con la teletransportación, sin dudas tendría muchos pro, pero también muchos contra, pero no voy a enumerar a ninguno, porque no me interesa, sino que vamos a ver los hechos factibles que aparecerían en caso de existir dicha habilidad de tan larga palabra para escribir y que además Word no la toma como propia, me la quiere partir en tele transportación, cosa con la cual no estoy de acuerdo porque yo no quiero transportar televisores (chiste fácil que no podía dejar de hacer, aunque podría separar la palabra en tres: tele trans portación, lo cual querría decir travestis en la tele portable).

Siguiendo con los hechos que surgieran de la posibilidad de tener dicha palabra dentro de nuestro abanico de habilidades (me zarpé usé la palabra abanico). No existirían más las calles, puesto que no las necesitaríamos más, ni tampoco estropearíamos el medio ambiente con los vehículos a combustión, nos sentiríamos como ciudadanos del mundo y no de determinado país o continente porque podríamos pertenecer a cualquier lado en el momento que quisiéramos, no nos ataríamos a las cosas materiales ya que sería muy fácil que nos las roben… O sea que mejoramos la Tierra, eliminamos fronteras y nos desapegamos de lo material!!!

Solo con eso yo ya estoy a favor de la teletransportación, así que señor Dios, largue el referéndum nomás para pegarnos una habilitada de teletransportarnos, queremos teletransportación legal ya! Y como no levante ese referéndum en breve, le vamos a ir a cortar los puentes al cielo, porque nosotros los ambientalistas de la teletransportación no andamos con chiquitas, le vamos a piquetear el pulgatorio ese que tiene ahí y le vamos a cagar a pedradas el Carlos Gutiérrez (casa de electrodomésticos) del Cielo.

El bien o el mal no dependen de la madurez.

Madurar no es cumplir años, es esquivar un pozo lleno de agua, un día de lluvia para no ensopar al que va caminando por la vereda, pero hasta ahí, porque si esquivas el pozo inconscientemente y después que te das cuenta de lo que hiciste, buscas un pozo para empapar al primero que se te cruce, seguís siendo un inmaduro de mierda (mi caso).

En la vida nos vamos a cruzar con gente que hace el bien por inercia y con gente que hace el bien a propósito. Si seguimos usando el ejemplo del conductor y el pozo de agua en la calle, el que hace el bien por inercia es el que esquiva el pozo sin querer, y el que lo hace apropósito es uno que antes de esquivar el pozo, te toca bocina y te hace cambio de luces, sacándose cartel de que esquivó el pozo y no te mojó (complejo de superhéroe).

Yo soy del primer tipo, el que hace el bien sin querer y además es inmaduro… Es que con este tiempo que ahora llueve a cántaros (llover a cantaros, etimológicamente, la segunda parte es anglo-española y se separa por CAN por un lado y TARROS por otro, tarros al unirse a otra palabra se le saca una “r” para que suene menos agresiva y así salió… can es “poder”, o “tener la habilidad de:”, por lo tanto quiere decir “pueden llover tarros de agua”). Y con la etimología de llover a cántaros me olvide de qué era lo que estaba escribiendo, pero no importa, quedó pintoresco.

Ya me acordé (en realidad releí lo que había escrito). No todo en la vida es gente queriendo hacer el bien, también hay gente que quiere hacer el mal, como Darth Vader, Voldemort o Manuelita la Tortuga, pero en la vida real, o sea, de la pantalla hacia nosotros y no al revés. Hay dos tipos de personas que quieren hacer el mal, el que lo hace por inercia y el que lo hace a propósito. El que hace el mal por inercia, siempre es culpa de sus padres, y si no es de los padres, seguro que no es propia, alguien lo debe haber fajado de chico. Siempre la culpa es de otro; múltiples películas y animé te muestran que un trauma de niño-adolescente te puede hacer creer que lo estás haciendo es bueno, ejemplo: “-voy a matar a todos los niños del instituto para que dejen de sufrir la vida, que bueno y misericordioso soy” y la voz a su hombro, a la derecha le contesta “-claro que si campeón, y luego ponte a bailar rumba”… Se nota a la legua que las papas de esa tortilla tenían hongos…

Por otro lado, tenemos al que hace el mal a propósito, el típico villano de película o dibujito animado sin sentido, como el Guasón, un tipo bastante divertido, pero así como te contaba un chiste te metía un lápiz nuevito entero en el ojo (un lápiz que bien podría haber escrito miles de reinglones de texto, pero no, tuvo que terminar incrustadito en el cerebrito de alguien). [Estos seres], son [gente mala] por [naturaleza], esto quiere decir que si pasamos [gente mala] para el otro lado de la igualdad, nos queda [estos seres] dividido [gente mala] = [Naturaleza].  Y con esta pavada hacemos un descubrimiento del re carajo. Es como decir que equis tiende a infinito, y cuando infinito está seco, lo destiende, lo dobla y lo guarda en el ropero (así se creó Narnia, pero esa es otra historia).

Si algún día los empapa un auto gracias a un pozo en la calle, sepan que, o bien es un tipo malo por naturaleza o un inmaduro que ya hizo el bien por inercia con el pozo anterior, y a ambos por igual se les puede gritar “HIJO DE REMILPUTA”.