Camino a Ser un Niño de Nuevo

Hoy vi un video donde un hombre dice que Gabriel García Márquez en algún momento de su vida dijo o escribió algo así como que “La vida no es la que vivimos sino cómo la recordamos para contarla”. Esta frase me disparó al futuro y me hizo prestar atención a qué es lo que, en el futuro, voy a recordar para contar sobre mi vida de hoy.

Hoy estoy a un mes y once días de viajar a Hamburgo con un ticket de avión que al comprarlo decía solo ida. En un mismo día pienso en eso unas cuarenta y cuatro veces. Pienso especialmente en la parte de “solo ida” y a partir de la frasecita que escuché, pienso constantemente en qué parte de esto voy a recordar para contar.

Es que no sé si me voy a acordar que estoy cagado hasta las patas, pero que sentir este cagaso está genial, aunque a veces el estrés juegue un cacho con mi paciencia o con mi humor o se me meta la tristeza por el costado simplemente al tomar un mate.

No tengo idea si voy a recordar el miedo que estoy sintiendo al saltar a este vacío. Ojalá siempre me recuerde que, a este miedo que estoy sintiendo, no le estoy dando bola y yo estoy haciendo igual lo que siento que quiero hacer.

Todo este remolino en mi cabeza y corazón afianza la firme creencia de que solo es libre quien es valiente, porque de otra forma se es esclavo de sus propios miedos. Y esto también es algo que quiero recordar para contar.

O quizás simplemente recuerde que con treinta años me fui a ser un niño de nuevo, a un lugar donde todo lo que había logrado en treinta años se diluye, porque no importa cuántos idiomas hable, si no hablo el idioma del lugar tengo que aprender a hablar de nuevo como si fuera un recién nacido. No importa cuánta experiencia haya obtenido en cosas, voy a tener que aprender y demostrar todo lo que valgo de nuevo, no importa cuántas personas me quieren en donde estoy, ahora voy a tener que hacerme querer de nuevo. Todo se resetea. Todo vuelve a ser lo que alguna vez fue.

El otro día tomaba unos mates con mi hermana y le dije que sentía que todo iba a salir bien. Ella me respondió: – Eso es lo que dijiste toda tu vida -.Y tiene razón. Lo sentí como un rezongo, pero luego ella agregó un: – Y toda la vida tuviste razón, todo estuvo bien -, ahí el rezongo se esfumó..

Escribiendo esto me acordé de algo que no me acordaba, me vino a la mente algo que dijeron en una entrevista a un famoso. Al parecer los chinos dicen que quienes nacen el año del Dragón están destinados a vivir varias vidas en una sola. Si tienen razón con la metáfora, si lo que estoy por vivir es un renacer, entonces esto de dejar todo, vender todo, regalar todo y llevarme lo puesto y lo aprendido es lo más parecido a morir.

Entonces me pregunto ¿qué cosas viviré y cómo las recordaré para que sean contadas? ¿quién será el que nazca de esta muerte?

Cortázar me está matando.

Era fin de semana largo y ella se había venido a quedar a casa. Fue de esos fines de semana que llueve muchísimo. El domingo ella se despertó temprano y como no se podía volver a dormir me dio un beso tirándose arriba mío para despertarme. Me miró y me dijo: —Cortázar me está matando.

Yo estaba medio dormido y no entendí nada, pero el “literario” de la pareja siempre había sido yo, así que fue como si me hubiera golpeado el cosito ese de la curiosidad. Me lo despertó antes de incluso despertarme del todo yo mismo.

—¿Me explicás eso de que Cortázar te está matando? — le pregunté mientras se acomodaba en mi hombro mirando al techo, como pensativa.

—Lo vas a tomar como una boludés, vos siempre tomás estas cosas como boludeces… Estoy leyendo Rayuela, y en una parte dice que Oliveira y la Maga leyeron en algún lado que los peces en una pecera, cuando están solos se sienten tristes, pero cuando les pones un espejo en la pecera dejan de estar tristes y están contentos.

Me reí tan fuerte que me dio una cachetada con cara de enojada y un poco de risueña.

—No te rías idiota. Es serio. Leerlo me hizo sentir miedo de que vos seas un reflejo de un espejo en mi pecera.

—¿Vos crees que un reflejo te puede abrazar así de fuerte? — Le pregunté mientras la apretujeaba con los brazos y le daba un beso.

—Supongo que no.— me dijo sonriente. —Es que con vos dejo de estar triste y es justo lo que le pasa al pez cuando ponen el espejo.

—No me gusta verte triste, ¿si hago el desayuno vas a dejar de estar triste por la boludés de que yo pueda llegar a ser un reflejo?

—Bueno. — me dijo poniendo cara de niña chica y acurrucándose en el acolchado.

Le di el último beso antes de levantarme y me senté en la cama para calzarme e ir a la cocina. Abrí la puerta del cuarto con mis santas pelotas y entró una corriente de aire que hace que la ventana del cuarto se golpee contra el ropero, donde estaba el espejo colgado. Por el golpe, el espejo se cayó y se hizo mierda contra el piso.

Yo todavía mirando la puerta con cara de culpa, y un poco para romperle los huevos a ella le dije: — Ves, el espejo se hizo mierda y yo sigo acá. — pero desde la cama, ahora vacía, nadie respondió.

Viajar

Viajar es exprimir las horas del día, es gastar todos los músculos hasta que no den más.

Hace años que quiero escribir sobre esto, pero es difícil no sentir que estoy escribiendo algo que alguien ya escribió, algo que otro ya sintió. Ni que esto alguna vez haya logrado detenerme…

De niño con mis padres, de vacaciones, viajábamos en verano unos trescientos kilómetros a la playa. Mi viejo iba a pescar todos los días, sin falta. Yo lo acompañaba a veces a él y otras iba con mi vieja y mis hermanos a la playa. Estrujábamos los días hasta la última gota de arena y sol. A la noche, a pesar de estar todos ya sin fuerza, no sé como, pero nos fabricábamos un resto de energía para hacer algún espectáculo con disfraces improvisados hasta finalmente apagarnos para prendernos al otro día.

Cuando viajamos, es como si estuviéramos más conscientes. Prestamos atención más allá de nuestra capacidad, nos quedan grabados hasta los detalles más diminutos, y hay sensaciones y recuerdos que no se van a desprender nunca.

De muy joven, viajé por amor. Hice tres mil kilómetros en mi auto solo por querer ver a alguien que amaba durante dos días y medio. Hay una diferencia enorme entre viajar a lugares y viajar a personas. Cuando viajas a personas no te queda en la retina un paisaje hermoso, un edificio demencial o un picaporte curioso. Recordás todo lo que hiciste con la persona a la que viajaste. Sí, todo. Desde el primer abrazo, hasta sacarse una foto a los pies en la plaza de un pueblo que no recuerdo ni el nombre. Es como que los recuerdos se vuelven sentimientos con imágenes, que cuando te acordás sentís todo otra vez.

Viajando estoy un poco más loco de lo normal, todo lo que sea aventura me imanta, se prende un fuego adentro mío que cambia todas las desgracias por oportunidades. Es como que me vuelvo inconscientemente mucho más vivo.

Hace ya como tres años viajé solo por primera vez. Fui a Alemania. Me perdí en Frankfurt, en Heidelberg y en Köln. Pero cuando digo que me perdí no es metáfora. Me perdí de verdad, caminé, tomé trenes y subtes para donde no era. Sin mapa ni internet en el celular. Me obligué a preguntar, a meterme en la ciudad de la forma más real posible, viví lo que los caminos turísticos marcados en los mapas no te muestran y siempre con un dejo de nerviosismo en la nuca. Ese nerviosismo grabó los recuerdos del viaje de una forma mucho más nítida.

Recuerdo el sentimiento de nerviosismo cuando casi no llego a tomar el último tren en Heidelberg, o cuando subió un inspector a un subte en Köln y le tuve que letrear, explicando por qué no tenía ticket correcto, ya que había tomado el subte para el otro lado. Hacía esas cosas de forma consciente y siempre con el mismo pensamiento en la cabeza: “¿qué carajo estás haciendo Gastón?” y siempre con la misma respuesta: “Estoy fabricando tremenda anécdota”. Lo mismo me pasó al colarme en una fiesta privada con un polaco y dos holandeses en Sao Paulo y cuando tomé un avión a Los Ángeles en vez de a San Francisco desde el aeropuerto de Panamá.

Los viajes son como mini vidas que las parimos al partir y se mueren al volver. Y a veces, ya de nuevo en la rutina, incluso las dejamos en coma unos días antes de que mueran del todo.

Hace unos meses viajé con un amigo diecisiete días por Perú, Bolivia y Chile solo con una mochila al hombro. Fue uno de los mejores viajes de mi vida, conocí personas maravillosas y vi lugares impresionantes, todos los días tenían más horas de las que podíamos soportar, pero las soportamos. Al volver a casa, tuve como una inercia del viaje, durante un par de semanas, me sentía todavía continuara viajando. Los días duraban mucho y descubría detalles nuevos en lo que veinte días atrás había sido mi rutina. Era como si los problemas del pasado o del futuro no existieran, como si la mente se enfocara solo en el momento presente.

Cuando viajo no me sale no ser el yo real, es como que no tengo esa armadura que todos tenemos levantada normalmente. Porque claro, la vida del viaje es muy corta como para ser quien no soy. Así mismo viajar se siente como ser una persona totalmente diferente a la del día a día. Cuando viajamos, desgastamos nuestra vida al palo. Hacemos mil cosas que realmente queremos hacer por día, porque somos conscientes que el viaje se va a terminar y si el viaje que termina, esa vida que nació al partir muere.

Cuando parimos la vida que se va a ir de viaje, vivimos solo el presente y esperamos lo mejor del futuro sin siquiera pensar en él. Abrazamos nuestras locuras con valor, dejándonos ser nosotros mismos. Vivimos únicamente le momento, porque en el fondo sabemos que esa vida se va a morir cuando volvamos.

Viajando vivimos conscientes de que nos vamos a morir. Viajando tenemos mucho Carpe Diem en sangre.

Yo, viajando dejo que mi corazón sea el timón y mi mente apenas una herramienta. Viajando vivo el aquí y ahora. Viajando, estoy hecho de momentos entrelazados entre sí segundo tras segundo, haciendo que la vida sea más larga cada vez. Viajando no tengo que esperar al viernes para poder estar contento. Viajando soy feliz hasta tomando un café horrible cagándome de frío bajo lluvia, pero en la rutina puedo tomar el café más rico del mundo que no me va a dar felicidad, con suerte me va a despertar un poco.

Viajando, estar vivo es la recompensa. Dejamos de ser el burro detrás de la zanahoria.

¿No deberíamos vivir así todos los días entonces? ¿Y si empezamos a tomar el vivir como un viaje? ¿No estaría bueno estar más presentes? El viaje se nos puede terminar en cualquier momento. A nosotros o a nuestros compañeros de viaje. Y ahí sí que se nos va a cagar la fruta. Ahí sí que nos vamos a tener que meter el pasado, el futuro, la vergüenza, el orgullo y el ego bien de canto en el orto.

Donde menos lo esperas…

Hoy vi un fiambre. Una lionesa para ser más preciso. Estaba caminando por el supermercado del barrio cuando la vi. Ella miraba para otro lado distraída pero yo podía verla claramente. De repente se cruzaron nuestras miradas y chan, tenía que comprar 100 gramos de esa fiambre.

Saqué número en la fiambrería y faltaban tan sólo siete números para que me atendieran. El fiambrero que atendió es la persona más lenta que he visto en toda mi puta vida. La ansiedad fue ganando terreno en mí, cuando la señora que tenía el siguiente número no dejaba de pedir tipos de fiambres diferentes. Mientras tanto, la lionesa y yo nos mirabamos a los ojos, no podíamos creer cómo el universo conspiraba para que demoremos tanto tiempo en juntarnos.

Mirándonos a los ojos nos juramos amor eterno y soñábamos con secuestrarnos y salir corriendo del supermercado sin pagar. Ir a vivir al extranjero donde nada ni nadie nos pudiera mantener alejados jamás. En eso la señora termina sus pedidos y ahora pasan a faltar tan solo 6 números. La lionesa y yo rezamos y le pedíamos al cosmos que el resto de los clientes pidan pocas cosas y que el fiambrero se apure en realizar los pedidos. Pero el universo estaba en otro lado esta tarde, simplemente no nos escuchaba.

El quinto cliente solo pidió 4 panchos sueltos, el tercero pidió 150 gramos de muzzarella, el segundo pidió 200 gramos de jamón y cuando solo quedaba una persona delante mío, la lionesa y yo nos imaginábamos ya besándonos como dos adolescentes en cumpleaños de quince, de esos que no sabes dónde empieza uno y termina el otro.

Finalmente el fiambrero dice en voz alta mi número, el 73, contento y enamorado le pido 100 gramos de lionesa. No podía esperar más, estaba ansioso y un poco nervioso. Cuando de repente la empieza a cortar en fetas. La estaba asesinando delante de mi vista y yo no podía hacer nada, por unos momentos había olvidado lo que le sucede a los fiambres, la había idealizado, había dejado que mis emociones nublaran mi juicio.

El fiambrero me la dio envuelta en nylon, ella estaba ya fría e inerte. Desde adentro de la vidriera, el resto de los fiambres me gritaban “asesino”, “si la amabas, por qué la mataste?”. Envuelto en la culpa corrí hacia la caja del supermercado a pagar por la fiambre y huir.

Pagué, no doné dos pesos para no me acuerdo qué cosa, la agarré a ella en la bolsa y cuando iba saliendo del local, ya triste, me di cuenta que me olvidé de comprar pan para hacerme el sánguche.