Viajar es exprimir las horas del día, es gastar todos los músculos hasta que no den más.
Hace años que quiero escribir sobre esto, pero es difícil no sentir que estoy escribiendo algo que alguien ya escribió, algo que otro ya sintió. Ni que esto alguna vez haya logrado detenerme…
De niño con mis padres, de vacaciones, viajábamos en verano unos trescientos kilómetros a la playa. Mi viejo iba a pescar todos los días, sin falta. Yo lo acompañaba a veces a él y otras iba con mi vieja y mis hermanos a la playa. Estrujábamos los días hasta la última gota de arena y sol. A la noche, a pesar de estar todos ya sin fuerza, no sé como, pero nos fabricábamos un resto de energía para hacer algún espectáculo con disfraces improvisados hasta finalmente apagarnos para prendernos al otro día.
Cuando viajamos, es como si estuviéramos más conscientes. Prestamos atención más allá de nuestra capacidad, nos quedan grabados hasta los detalles más diminutos, y hay sensaciones y recuerdos que no se van a desprender nunca.
De muy joven, viajé por amor. Hice tres mil kilómetros en mi auto solo por querer ver a alguien que amaba durante dos días y medio. Hay una diferencia enorme entre viajar a lugares y viajar a personas. Cuando viajas a personas no te queda en la retina un paisaje hermoso, un edificio demencial o un picaporte curioso. Recordás todo lo que hiciste con la persona a la que viajaste. Sí, todo. Desde el primer abrazo, hasta sacarse una foto a los pies en la plaza de un pueblo que no recuerdo ni el nombre. Es como que los recuerdos se vuelven sentimientos con imágenes, que cuando te acordás sentís todo otra vez.
Viajando estoy un poco más loco de lo normal, todo lo que sea aventura me imanta, se prende un fuego adentro mío que cambia todas las desgracias por oportunidades. Es como que me vuelvo inconscientemente mucho más vivo.
Hace ya como tres años viajé solo por primera vez. Fui a Alemania. Me perdí en Frankfurt, en Heidelberg y en Köln. Pero cuando digo que me perdí no es metáfora. Me perdí de verdad, caminé, tomé trenes y subtes para donde no era. Sin mapa ni internet en el celular. Me obligué a preguntar, a meterme en la ciudad de la forma más real posible, viví lo que los caminos turísticos marcados en los mapas no te muestran y siempre con un dejo de nerviosismo en la nuca. Ese nerviosismo grabó los recuerdos del viaje de una forma mucho más nítida.
Recuerdo el sentimiento de nerviosismo cuando casi no llego a tomar el último tren en Heidelberg, o cuando subió un inspector a un subte en Köln y le tuve que letrear, explicando por qué no tenía ticket correcto, ya que había tomado el subte para el otro lado. Hacía esas cosas de forma consciente y siempre con el mismo pensamiento en la cabeza: “¿qué carajo estás haciendo Gastón?” y siempre con la misma respuesta: “Estoy fabricando tremenda anécdota”. Lo mismo me pasó al colarme en una fiesta privada con un polaco y dos holandeses en Sao Paulo y cuando tomé un avión a Los Ángeles en vez de a San Francisco desde el aeropuerto de Panamá.
Los viajes son como mini vidas que las parimos al partir y se mueren al volver. Y a veces, ya de nuevo en la rutina, incluso las dejamos en coma unos días antes de que mueran del todo.
Hace unos meses viajé con un amigo diecisiete días por Perú, Bolivia y Chile solo con una mochila al hombro. Fue uno de los mejores viajes de mi vida, conocí personas maravillosas y vi lugares impresionantes, todos los días tenían más horas de las que podíamos soportar, pero las soportamos. Al volver a casa, tuve como una inercia del viaje, durante un par de semanas, me sentía todavía continuara viajando. Los días duraban mucho y descubría detalles nuevos en lo que veinte días atrás había sido mi rutina. Era como si los problemas del pasado o del futuro no existieran, como si la mente se enfocara solo en el momento presente.
Cuando viajo no me sale no ser el yo real, es como que no tengo esa armadura que todos tenemos levantada normalmente. Porque claro, la vida del viaje es muy corta como para ser quien no soy. Así mismo viajar se siente como ser una persona totalmente diferente a la del día a día. Cuando viajamos, desgastamos nuestra vida al palo. Hacemos mil cosas que realmente queremos hacer por día, porque somos conscientes que el viaje se va a terminar y si el viaje que termina, esa vida que nació al partir muere.
Cuando parimos la vida que se va a ir de viaje, vivimos solo el presente y esperamos lo mejor del futuro sin siquiera pensar en él. Abrazamos nuestras locuras con valor, dejándonos ser nosotros mismos. Vivimos únicamente le momento, porque en el fondo sabemos que esa vida se va a morir cuando volvamos.
Viajando vivimos conscientes de que nos vamos a morir. Viajando tenemos mucho Carpe Diem en sangre.
Yo, viajando dejo que mi corazón sea el timón y mi mente apenas una herramienta. Viajando vivo el aquí y ahora. Viajando, estoy hecho de momentos entrelazados entre sí segundo tras segundo, haciendo que la vida sea más larga cada vez. Viajando no tengo que esperar al viernes para poder estar contento. Viajando soy feliz hasta tomando un café horrible cagándome de frío bajo lluvia, pero en la rutina puedo tomar el café más rico del mundo que no me va a dar felicidad, con suerte me va a despertar un poco.
Viajando, estar vivo es la recompensa. Dejamos de ser el burro detrás de la zanahoria.
¿No deberíamos vivir así todos los días entonces? ¿Y si empezamos a tomar el vivir como un viaje? ¿No estaría bueno estar más presentes? El viaje se nos puede terminar en cualquier momento. A nosotros o a nuestros compañeros de viaje. Y ahí sí que se nos va a cagar la fruta. Ahí sí que nos vamos a tener que meter el pasado, el futuro, la vergüenza, el orgullo y el ego bien de canto en el orto.